Imitadores
Por José Gil
Me dirigía al taller para hacer revisar mi camioneta que, nuevamente, tenía uno de esos ruidos que anunciaban que la falla, fuese cual fuese, urgía reparar, bien porque el ruido evidenciaba un daño severo o porque rebasaba la paciencia de mis oídos. Llegaba al cruce de dos calles de tráfico fluido y me detuve por la luz roja del semáforo. Miré por el retrovisor que dos motorizados se acercaban y se disponían a pasar por el espacio que quedaba entre mi vehículo y la acera. Cuando ya estaban bien cerca vi que llevaban uniforme de policías, lo que, hasta cierto punto, relajó la alarma de seguridad en mi cerebro. En una ciudad como Maracaibo estar atento es mandatorio, incluso de uniformes. Redujeron la velocidad y conversaban. Ocurrió algo que motiva, en parte, a escribirte hoy. Uno de los uniformados, pocos metros delante de mí, se pasó la luz roja sin sonar alarma o encender alguna luz distintiva que justificara la infracción. Flagrantemente, el uniformado para hacer cumplir la ley violaba una norma básica, en sitio concurrido, hora diurna, a plena vista. ¿Qué ocurrió luego? El otro patrullero le siguió en su infracción, réplica instantánea de un acto que, si bien puede ser visto como insignificante, anuncia que la suma de muchas “pequeñas” vilezas evidencia una sociedad envilecida. Seguí mi recorrido y recordé una investigación que había leído sobre las llamadas “células espejo”, generadas en y por nuestro cerebro, causantes de nuestra capacidad para reproducir acciones y emociones. Esas microscópicas amigas nos hacen llorar cuando vemos a alguien llora, reír o hasta caminar de cierta manera observada. Ser testigo de aquella conducta y nuestra capacidad para imitar acciones y emociones me ha hecho considerar: ¿A quién imito? ¿A quién trato de emular con mis acciones? Vi recientemente a una comunicadora pateando a un par de inmigrantes que, huyendo de la guerra en Siria trataban, frenéticamente, de entrar a Europa. La explicación de la avergonzada reportera fue que “por el caos del entorno reaccionó de forma equivocada”. Los expertos nos dicen que imitar es una forma primaria e instintiva de aprender, imitamos desde niños, luego le sumamos nuestro carácter y criterio, con lo que vamos forjando una conducta, un comportamiento personal que llega a ser colectivo. El problema surge cuando nuestro entorno está plagado de malos ejemplos, pues la conducta puede copiarse con la misma eficacia que las redes sociales comparten fotos o videos que se hacen “virales”. Risible tragicomedia del siglo XXI la llamada rebeldía en la que tantos reclaman su derecho a ser “ellos mismos” sin imitar “viejos” patrones, pero suelen terminar creando “nuevos” patrones que otros imitan rápidamente. Una corriente social de no alineados a la moda vieja, que, imitándose entre sí, crean una moda nueva. Prescindimos del objeto de imitación, pero conservamos la práctica de imitar. Tenemos un desafío como individuos y colectivo: procurar valores y conductas de un estilo de vida más elevado. ¿Dónde se pueden hallar esos valores? La mejor respuesta: en ti, en mí. Cuando la degradación parece inundar lo colectivo solemos esperar que “del cielo” venga un rescate, o miramos a los lados buscando a otro que imponga orden. La historia ha mostrado que tal espera es un grave error. En realidad, el primer paso es detener mi tendencia personal, instintiva, de imitar sin pensar, de imitar conductas que me degradan, dar el primer paso comienza con mi propia vida, mi convicción, mi deseo de que la bondad se extienda. Luego podré esperar que otros imiten y eso no es algo que se impone. La bondad no se impone o sería una vileza disfrazada. Con demasiada facilidad caemos presa de imitar lo que la mayoría haga y eso suele ser causa que nos degrada. Me gusta pensar que la Divinidad ha puesto en nosotros elementos físicos y emocionales para ser consecuentes unos a otros, para la solidaridad, para nutrir un sentido de afecto colectivo que nos permita respetarnos en acuerdos y desacuerdos. El peligro es que descuidamos la nutrición de nuestra mente con valores y principios de altura, y una persona, familia o sociedad con mente desnutrida será presa fácil de la violencia y los miedos. Fuimos diseñados para la grandeza, pero si descuidamos nuestros valores intelecto-espirituales terminamos degradados a un nivel sub-animal. Deseo terminar estas líneas con el eco de aquel llamado desde mi ser interior ¿A quién imito? ¿Quién goza de la confianza, respeto o admiración como para imitarle? Pregunta que exige una respuesta personalísima. Cierto hombre envió una carta a sus amigos en la que incluyó una frase que luce, al menos para mí, como una excelente respuesta “sean imitadores de mí en la medida que yo lo soy de Jesús”. No se refería al utilizado por mercaderías religiosas sino al Jesús que modeló una vida de altura espiritual en armonía con Dios, consigo mismo y sus semejantes, para que por su ejemplo, nosotros también, alcancemos la altura para la que fuimos diseñados. El reloj de la historia parece estar sonando su alarma, llamando a mantener encendida la luz de la bondad. No pocos consideran que vivimos la antesala a eventos tormentosos a escala mundial, que incitaran a miedo, odio y violencia…entonces percibo la voz de la vida en su desafío ¿Imitarás el caos de lo degradado o mostrarás la luz que ha sido puesta en ti? Feliz día.