Una higuera fructífera
El verano se había extendido durante meses, sembradores y ganaderos de aquella usualmente verde región, entre montañas, vieron reducidas sus cosechas y dependieron -como pocas veces- de sus sistemas de riego para que la mesa en sus casas, y muchas otras incluso lejanas, pudieran recibir el fruto de la tierra. También quienes cultivan sus plantas en casa sentían el rigor del clima que, carente del agua de lluvia, tostaba y malograba preciadas flores y hortalizas caseras. Recuerdo una tarde en especial, cuando conversaba con mi madre sobre la higuera que está en el patio de la casa, sembrada hace más de 50 años por abuela, cultivada en la humildad y esmero del campesino andino merideño, cuya provisión depende, en buena parte, de su esfuerzo día a día. Aquella higuera ha sido testigo mudo de afectos y personas que, en el paso del tiempo, han dado su propia cosecha: mis primeros pasos, las pláticas con mi abuelo y su inseparable “compadre”, el tío Rafael, con quien parecía solo discutir y discutir pero de algún modo siempre terminaban riendo de sus vivencias mozas. Estoica, verde, esa apreciada higuera, ahora cuidada por mi madre, continúa dando fruto. Sin embargo, aquel verano había sido rudo, y entre lo longevo del árbol y la falta de lluvia, su regalo, deliciosos higos, el regalo milagroso de una tierra humedecida solo con agua almacenada, parecían haber mermado. Esa tarde, de pie ante la higuera, le pregunte a mamá si arrancaba los que ya maduraban, parte de los cuales usaba para preparar dulce en casa, otra la vendía o compartía…“no hijo, aun no, falta por madurar y debes darle su tiempo”, entonces me dijo esa frase que siempre recordare, “además, se quedarían sin fruta los pajaritos que vienen a comer”. El verano podía haber reducido cosechas y el fruto de la higuera, pero en su mente quedaba espacio para recordar alimentar las aves del campo. Los higos que esas hermosas aves comían, algunas de las cuales picoteaban hasta la última semilla, no eran vistos como pérdida para ella. He venido pensando que justo esos higos hacen que en el patio de la casa se escuchen cantos de diferentes aves a toda hora del día…una melodía incomparable que he disfrutado tantas veces, con una capacidad asombrosa de calma y alegría a la vez. Una sensación de abundancia me inunda al recordar esa tarde, especialmente como, cuando hoy, llueve y sé que los campos, aunque mermados, volverán a mostrar un verdor de montaña que hace volar al alma en esperanza hacia la tranquilidad. Generosidad incluso cuando hay escases, me hace pensar en palabras de Jesús al decir a sus amigos “lo que recibieron gratuitamente, compártanlo gratuitamente” y aquellas otras “vuestro Padre alimenta a las aves, que no trabajan”. Ambas frases hacen referencia a la generosidad, no al sentido de dar para recibir o dar lo que sobra, sino compartir incluso cuando implica reducir la porción que se considera propia. ¿Sabes? La belleza de aquellos parajes desaparecería sin las aves, sin los árboles y, especialmente, sin la generosidad. Del mismo modo, la belleza del Munro desaparecería si dejan de florecen las almas de los que dan sin esperar mayor recompensa que el saber que imitan el carácter generoso de Dios que “hace salir el sol sobre justos y pecadores”. Momentos en los que, volviendo a un estilo sencillo de vida respiramos profundo y hasta podemos susurrar “Guao, había olvidado esta sensación de paz”. En esta hora, te animo a pensar, si nuestra vida es como una higuera, ¿estamos siendo fructíferos? Cierto, los tiempos son más duros que algunos del pasado, pero… ¿Te queda ánimo para compartir un higo más? Si lo estás haciendo eres una bendición, no lo dudes, un gesto, una entrega desinteresada, puede ser lo que se necesita para volver a escuchar el canto sonoro de almas que agradecen a Dios por lo recibido a través de ti. ¿Te imaginas? En lugar de la maledicencia y ruido de enojos que parecen haber minado las grandes ciudades, puede ser, uno de estos días lluvias de generosidad rieguen campos de almas…y la vida resurja. Es mi deseo que la higuera de tu alma sea fructífera, y que ese fruto abone tu propia vida y la de otros. Permite que la forma de dar de Dios moldee la tuya. Feliz día.
José Gil
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