viernes, 3 de julio de 2015

TU REFRIGERIO ESPIRITUAL DE HOY: El sultán y los dioses

El sultán y los dioses
por José Gil.
Por primera vez visitaba la ciudad de Muskat, de la que recuerdo el resaltante blanco en las paredes de muchas de sus casas, levantadas sobre roca caliza, abundante en la región. Desde aire y tierra me pareció fascinante el contraste con el oscuro color de las montañas al Oeste de la ciudad. Una amiga y colega me había buscado en el aeropuerto y explicaba que aquellas rocas oscuras eran producto de actividad volcánica ancestral y la región era una de las muy pocas del mundo donde se les podía observar en superficie. Aquella plática, aburrida para quien no guste de la geología petrolera, daría paso a otra cuya lección de vida deseo compartirte en estas líneas. Mientras me daba un tour por Muskat y mostraba sitios destacados para un visitante, entramos a tiendas modestas de artesanía local, notando en dos de ellas un cuadro pequeño con el rostro de un hombre joven. Pregunté a mi amiga de quien se trataba y me dijo que era el sultán de Omán, heredero único del poder político de aquella nación. Luego me dijo que, según le comentaban colegas omaníes, era respetado y admirado por las mejoras que introdujo en los servicios públicos, la sencillez de su discurso, su respeto a los beduinos y por mantener buenas relaciones diplomáticas con las demás naciones en la comunidad árabe y occidente. Pero para este visitante hubo otro aspecto suyo que sería el que más llamaría la atención. El sultán, portador de poderes plenipotenciarios en lo político y social, había decretado la prohibición de que su rostro fuera puesto en pancartas o vallas públicas. ¿La causa? Para el joven gobernante era una ofensa a Alá que el rostro de una persona ocupara un espacio prominente que pertenece solo a lo Divino. Al recibir esa información repasé mentalmente el recorrido y, efectivamente, había visto avisos e inscripciones por calles y avenidas, pero no el rostro del gobernante, excepto aquellos discretos en algunos negocios. Sentí pesar al recordar que, solo unas semanas antes, había estado de visita en una instalación petrolera en mi país, en la que alguna vez elaboré la tesis de grado para recibir el título de ingeniero; y en la que, ahora, se podía observar una imagen del tamaño del edificio de 4 pisos, con el rostro de cierto funcionario público. Pesar por un país cuya mayor parte de la población se autodenomina “cristiana”. Pesar al recordar que por avenidas y carreteras nacionales, oficinas de la administración pública y grafitis callejeros, se observa aquel rostro en lo que, indistintamente de como se le quiera llamar, se convirtió en culto a la persona. Bajo el brillante sol omaní, meditaba la paradoja de estar en un sitio donde quien ostenta pleno poder promueve el respeto a lo Divino; mientras en la otra se promueve sustituirle. No es una coincidencia que la pobreza y violencia caminen de la mano con prácticas que combinan la superstición, la sumisión y la usurpación del espacio Divino en el alma por el culto al hombre. La historia leída y mi experiencia me han enseñado que las sociedades que han avanzado en materia de civismo, respeto a la vida, ética y hasta riqueza, son aquellas que dejaron a un lado el culto a la persona, dándole primacía a los valores intelecto-espirituales. No me refiero a los valores del poder religioso tradicional (que es posiblemente el más perverso) sino a los valores que se forjan en el alma de una sociedad que aprende a considerar a su prójimo como a sí mismo, entendiendo que quien endiosa al hombre degrada su propia existencia y termina despreciando a los demás. Xenofobias, divisiones internas y hasta guerras han sido el legado del culto al hombre a lo largo de la historia de nuestra especie, y es que quienes usurpan el lugar de Dios en el alma son embajadores del infierno mismo. Ante tal paradoja que, por momentos, pareciera abrumarme, estoy agradecido por haber sido testigo, en aquella lejana región, en una cultura y religión que sufren sus propias dolencias; de una experiencia que recuerda mirar hacia arriba, lo superior, valorando las cualidades y acciones que trascienden y fortalecen a una persona, a una nación. Pero también me alerta sobre la variedad de dioses que son levantados en la sociedad. Hazte esta pregunta, si tu alma fuese una ciudad por la que algún invitado hace un tour ¿Que vería en sus parques y avenidas? ¿A quién se rinde culto en tu lugar secreto puertas adentro del ser? ¿Alguna pancarta tendrá el rostro de hombre? Puede que las vallas de nuestra alma destaque a alguno de los otros dioses modernos con nombres sofisticados: tecnología, negocios, placer, fama, poder, por citar solo algunos. Hace unos días el máximo jerarca de la religión católica emitió un escrito criticando el “culto a la tecnología”. Me pregunto qué resultado tendríamos comparando el tiempo que pasamos con la cabeza gacha mirando los teléfonos inteligentes (así llamados aunque en algunos produzca un efecto “idiotizante”) con las que invertimos en compartir en armonía con lo Divino, dando el primer lugar a lo que nutre al ser. Imagina por un momento que el invitado que recorre tu alma sea Jesús, quien observa y amigablemente dice “dale a Dios lo que es de Dios”. Existen personas que aseguran creer la existencia de Dios, pero sus pensamientos son fácil presa de artimañas tele-comunicacionales de los dioses modernos. En mi vieja Biblia leo que cuando Dios se manifestó a nuestros antecesores les dijo “soy celoso…no me compares ni sustituyas mi lugar por nada ni nadie”. Aprendamos a distinguir la diferencia entre la mediocridad de una vida sometida a ídolos humanamente fabricados y la grandeza de quienes caminan manteniendo su mirada en las alturas para la que fueron diseñados. Feliz día. 

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