La niña y el pintor
Por José Gil
Ese domingo había ido a Ámsterdam para entrar a uno de sus principales museos, el Rijksmuseum, con gran expectativa por aprender algo de la rica historia artística de Holanda, plasmada en obras que datan desde los 1600, y que solo había visto en libros de educación artística en la adolescencia. El legado de Rembrandt, considerado el más notorio pintor holandés, y de los más importantes y famosos de Europa, me pareció realmente extraordinario. Una obra llamó en especial mi atención, “Los vigilantes de la noche”, los detalles de los tonos de colores y sombras parecen más de una fotografía tomada con una cámara moderna de alta resolución que un trabajo pintado a mano en 1642, realmente fascinante. Leí, ávidamente, la explicación sobre los detalles de esa obra, que presenta una interesante y jocosa curiosidad, pues detrás de varios personajes en la pintura se observa, parcialmente, el rostro de un joven que, según opinan los conocedores del tema, es el mismo Rembrandt, quien de ese modo legaría su propia imagen a través de su obra. ¿Qué le motivo? Pertenece al misterio de las emociones del ser humano, pero allí quedó plasmada su imagen. Fue un recorrido educativo que, además de recordarme la infinidad de cosas que ignoro, renovó mi admiración por lo que logra expresarse por esa cosa tan única llamada “arte”, que es como la sabia del alma sensible, en su deseo de expresar, en forma tangible, las emociones y sentimientos del ser. Recordé que según el relato bíblico, cuando Dios vio al ser humano insertado en la armonía creada “vio que era bueno en gran manera”. Su propia imagen y semejanza encapsulada en cuerpo y mente, diseñados para lo extraordinario. Al terminar el recorrido decidí ir a otro museo, relativamente cerca, en el que conocí algo de otro tipo de legado, otra historia, no jocosa, muy distinta, obra de arte legada por una niña que sufrió los rigores de la guerra: Anna Frank. Emotivo ver algunas de las páginas escritas durante su cautiverio, caminar la angosta e inclinada escalera que conectaba los pisos entre aquellas estrechas habitaciones de la Ámsterdam de 1943, la falsa biblioteca que daba acceso al escondite. En solemne silencio leí en las paredes traducciones de algunos de sus escritos, indicando que debían guardar silencio casi todo el tiempo para evitar ser descubiertos. Escuché audios y vídeos de los 90, en los que dos sobrevivientes, que le conocieron, compartían algunas cotidianidades y hablaban de lo que Anna era…una niña, enfrentando la violenta y cruenta estupidez de la guerra. Ese museo es, en realidad, la casa donde 8 personas, entre ellas Anna, se ocultaron hasta ser descubiertos en 1943, no se sabe si delatados, y llevados a campos de concentración, donde la niña murió. El momento culminante, que me motiva a escribirte hoy, fueron unas líneas escritas por esta niña en su diario, algunas cotidianas, otras melancólicas y reflexivas, pero todas contentivas de una sensibilidad que expresa la nobleza de quien no se marchita aunque el odio y la sinrazón de la violencia le hostiguen. Frases como “a pesar de todo sigo pensando que la gente es buena”, “mientras puedas mirar al cielo sin temor, sabrás que hay pureza en ti, y que, pase lo que pase, volverás a ser feliz”. Ahora, recordando el recorrido por la que fue su habitación, con aquellos recortes de fotos pegados en la pared y ventanas forradas con tela negra por dentro para no ser vista desde la calle, cierro mis ojos y repaso una parte de su escrito que recordaré “quiero que algo de mi perdure, después de la muerte”. Trascender, perdurar, legar, continuar viviendo, incluso después de la muerte. Solo el pincel de un alma impregnada de vida y amor puede dibujar un cuadro de esperanza desde una cruenta guerra y una humillante prisión. No me entiendas mal, no hago culto a la persona, la historia de Anna es la misma que vivieron cientos de miles de almas, pero su legado nos permite hoy, casi sesenta años después de terminada la guerra, además de recordar el sufrimiento de tantos, recordar la esperanza de algunos. Me hizo recordar unas palabras escritas al final de la biblia, donde dice“dichosos quienes mueren confiando en Dios, pues sus obras continúan con ellos”. Es la forma de decir que su legado perdura incluso después que ellos se van a casa. Estoy agradecido por haber estado en presencia de dos legados importantes del arte de mi especie; ambas ocupando su momento y sitio en la historia, pero lo que más atesoro es ser testigo del arte que sobrepasa a los demás, el que brota del alma cual semilla hecha árbol luego de morir en tierra: esperanza, plasmada en lienzo que no enmohece ni expira pues sobrevive incluso a su sembrador. Ahora me pregunto, y te animo a preguntarte ¿Cuál es nuestro legado? Porque todos, sin excepción, tenemos el diseño de la grandeza en nuestro ser, aunque con demasiada frecuencia nos dejamos vencer por el desánimo del entorno que nos toca vivir. Si este fuera mi último día sobre esta tierra ¿Qué me gustaría legar para que otros encuentren esperanza en un mundo donde su escasez de acentúa con el pasar del tiempo? Hay un artista en cada uno de nosotros, puesto allí por Dios, para que florezca y sea una referencia a nuestros semejantes. Ese es al artista dormido, puede que moribundo, que Jesús vino a abonar para que florezca. Una niña y un pintor me han permitido ver dos formas de querer dejar algo como herencia a quienes les sobrevivirían, y me anima pensar que si mi legado está impregnado de esperanza…no habré vivido en vano. Feliz día.